Entrevistado por « Le Figaro », el filósofo aborda el desconcierto provocado por la casi suspensión de los ritos religiosos debido a la epidemia. Estamos deconstruyendo las leyes no escritas que cimientan nuestra civilización, afirma, pero en el confinamiento impuesto que se ha abatido sobre toda Europa como un largo Sábado santo, la esperanza nos salva. He aquí la versión completa de la entrevista que Rémi Brague concedió a Eugénie Bastié, cuyos extractos se publicaron el 13 de abril de 2020, víspera de Pascua.
Y, de golpe, toda la Modernidad occidental queda paralizada por un virus, una calamidad que se tachaba de medieval, la epidemia. ¿No debería la situación actual llevarnos a relativizar la noción de Progreso?
La Edad Media, desde que la Modernidad la inventó, es para muchos de nuestros medio-sabios una cómoda basura a la que querrían tirar todo lo que no les gusta. Cuando estas cosas desagradables vuelven a aparecer, se imaginan que la basura medieval ha conseguido abrir su tapa.
Ahí se encuentra una consecuencia de la creencia en el progreso, que nos envenena desde mediados del siglo XVIII. 1750 fue el año de dos discursos: el de Turgot, himno al progreso, y el primer discurso de Rousseau, que lo matiza seriamente. La creencia en el progreso se basa en dos hechos indiscutibles: los avances en nuestro conocimiento científico de la naturaleza y los avances en nuestro dominio tecnológico de la misma. Pero extrapola a partir de ellos una idea que nada puede garantizar, es decir, que estas conquistas producirán automáticamente una mejora de las leyes y de las prácticas de gobierno, y a través de ellas un aumento de la moralidad de sus ciudadanos. Todo ello debía acontecer automáticamente, llevado por una especie de cinta transportadora. Unos se anticipaban tomando la dirección adecuada, mientras que algunos «reaccionarios» se ridiculizaban caminando en sentido opuesto. En otro ámbito completamente distinto, prehumano, la idea de una deriva global hacia el medio distorsiona también la comprensión popular de la idea de evolución. Nos imaginamos que sus motores, la selección natural, la supervivencia del más apto, etc. conducen a un bien mayor, algo que Darwin nunca dijo. Este «más apto» (fittest) que sobrevive y se reproduce no es necesariamente el más ilustrado ni el más virtuoso.
El siglo XX, este nadir de la historia de la humanidad, trajo una sangrienta contradicción a los sueños progresistas: dos guerras mundiales, varios genocidios, hambrunas artificiales (el Holodomor ucraniano) o causadas por la estupidez de los dictadores (el “Gran salto adelante” chino), etc. Sin embargo, no ha sido suficiente para negar a algunos, que siguen llamando «avance» a cualquier innovación, incluso peligrosa, incluso estúpida. ¿Podrá curarnos una pandemia? Personalmente, lo dudo mucho.
¿Están nuestras sociedades descristianizadas desamparadas ante el regreso de la muerte a nuestras vidas en forma de números, de hecatombes diarias?
Nuestra actitud hacia el mundo es ambivalente. Hacemos todo lo que podemos para evitarla adoptando conductas prudentes, y buscando remedios para los enfermos, y esto está muy bien. Pero también intentamos expulsarla de nuestros pensamientos, olvidarla, hacer como si nunca fuera a ser la nuestra. Esto por un lado. Y, por otro lado, más secretamente, la consideramos como algo supremo. Mire la famosa frase de Nietzsche, «Dios ha muerto». Si es cierta, significa que la muerte ha podido con lo más alto y lo más santo que hay, y que ha resultado ser más fuerte que Él. Y si el poder es la medida de la divinidad, implica que la muerte es más divina que el Dios al que derrotó. Por lo tanto, «Dios ha muerto» se transforma lógicamente en «la muerte es Dios». Esta cuasi-divinización de la muerte explicaría muy bien por qué se mantiene en silencio: una deidad es aquella cuyo nombre no se pronuncia en vano. Al final, los punks y otros satanistas al menos tienen la honestidad de confesar lo que veneran.
Las cifras de mortalidad son impresionantes, o al menos hechas para impresionar, aunque nunca es fácil decir exactamente de qué ha muerto alguien… Me gustaría compararlas con el colapso demográfico debido a la limitación voluntaria de la natalidad.
Una de las lecciones de esta crisis es que la economía se ha congelado para dar paso a la preocupación por los más vulnerables. ¿No es una señal de que seguimos siendo católicos, a pesar de todo?
En cualquier caso, el hecho de que estemos marcados por una cultura cristiana es una gran evidencia, incluso para aquellos que lo lamentan. Los hindúes, cuando todavía creen en la reencarnación, piensan que toda desgracia es merecida, que castiga las faltas cometidas en una vida anterior, que también permite expiar. La Madre Teresa, que intentaba aliviar el sufrimiento de los moribundos, fue muy mal considerada por los hindúes de casta alta. Para ellos, les quitaba la posibilidad de lograr una encarnación mejor la próxima vez. Creer que las víctimas deben ser auxiliadas, cualesquiera que sean, y en particular cualquiera que sea su religión, su utilidad social, su edad, simplemente porque estas personas son «mi prójimo», es una creencia de origen cristiano. Y se ilustra en la parábola del «buen samaritano».
Se han suspendido todos los ritos para los creyentes con el fin de evitar la propagación del virus. ¿No nos hace sentir esta suspensión de la comunión y la virtualización de nuestros ritos (misas televisadas) el verdadero precio de las iglesias?
Vivimos en un mundo donde lo virtual tiende a sustituir a lo real. Esto se aplica a todos los ámbitos. Pero había una excepción, que era justamente la de los ritos religiosos. No porque se refieran a la dimensión etérea de nuestra experiencia, el «espíritu», como desgraciadamente se malinterpreta con demasiada frecuencia. Sino más bien, al contrario, porque hacen referencia al cuerpo. La misa es una comida, y no se puede comer a distancia. Las iglesias son refectorios, una especie de comedores de beneficencia donde todo el mundo es bienvenido, sin control en la entrada. Por supuesto, la comida que se sirve en la misa no es cualquier comida. Por supuesto, el propósito final de los sacramentos no es hacernos recordar que tenemos un cuerpo. Pero quizás también podrían ayudarnos con eso. Asocian indisolublemente al Altísimo con lo más humilde, lo más elemental de nuestra condición: alimentarse, reproducirse (el matrimonio es también un sacramento), morir. Esta alianza paradójica confiere a nuestra especie pobre y frágil una dignidad fuera de lo común.
Las ceremonias funerarias se han reducido al mínimo. ¿Qué debemos pensar de esta suspensión inédita de las «lees no escritas» que cimientan la civilización?
Lo que cimienta la civilización, o lo que constituye la humanidad misma de los seres humanos, cabe en un pequeño número de reglas. Ahora bien, lo que W. R. Gibbons denomina «nuestra bella civilización occidental» parece haber asumido la noble tarea de destruirlas. Para empezar, las desacredita llamándolas «tabús». ¡Qué bonita palabra! ¡Y qué útil es! Desde que el capitán Cook la trajo de Tahití, permite meter en la misma cesta los mandamientos morales más imperiosos y las rutinas más insignificantes, el asesinato y el hecho de llevar la corbata de un college del que no se ha sido fellow, la bestialidad y el hecho de abotonar el último botón de un chaleco…
Entre estas reglas básicas, hay una que hace referencia a los ritos funerarios. El famoso fragmento de Antígona en el que Sófocles plantea la noción de «ley no escrita» se refiere precisamente a los honores que se deben brindar a un cuerpo, aunque sea el de un rebelde. En pocas palabras, no se puede jugar con el cadáver del difunto. Se entierra, se embalsama antes de meterlo en un sarcófago, se quema en una hoguera, se entrega a las rapaces en lo alto de una torre, o su familia lo devora en una comida solemne, en el fondo, no importa lo que se haga. Pero no se trata como un objeto entre otros muchos que tiramos al vertedero. Entre las famosas últimas palabras, ya conocen las del ecologista en su lecho de muerte: «Me da igual ¡soy biodegradable! »
Los paleontólogos hacen hincapié en la extrema importancia de la presencia de pólenes fósiles en las tumbas prehistóricas, desde 300 000 años antes de nuestra era. Nuestros lejanos ancestros ponían flores sobre los cadáveres. Nunca sabremos cuáles eran sus intenciones. Pero en cualquier caso, tenían una especie de respeto por los cadáveres. Y ahora estamos perdiendo ese respeto. Recuerden aquella exposición itinerante, Körperwelten (1988) que se convirtió posteriormente en Bodies: The Exhibition, y que presentaba cuerpos fundidos en una resina transparente y así estatuidos. Los cuerpos eran probablemente los de personas condenadas a muerte y venían de China: ¡China ya estaba exportando todo tipo de alegrías!
Así que espero que estos funerales relámpago solo duren un tiempo, ya que podrían llevarnos a adoptar malas costumbres.
Otra regla básica es que no uno no puede casarse con cualquiera, es lo que se llama la prohibición del incesto. Estamos en el proceso de deconstruirlo, empezando por una regla tan elemental que quedaba implícita, no escrita: uno sólo se casa con una persona del sexo opuesto, con la que se puede, si todo va bien, engendrar y dar a luz a una descendencia. Si seguimos por este camino, saltarán inevitablemente otros supuestos «tabúes»: la poligamia, el incesto, etc. cuando «la sociedad esté preparada», es decir, cuando la preparación de la artillería mediática haya sido suficiente.
Para los cristianos, el Sábado Santo es un día sin celebraciones. ¿No es este confinamiento impuesto un largo Sábado Santo? ¿Puede esta situación particular que estamos viviendo ayudarnos a pensar mejor en este día de aridez espiritual?
El Sábado Santo, sobre el que uno de los más grandes teólogos del siglo pasado, Hans Urs von Balthasar, meditó ampliamente, es un día muy especial: una vez cada trescientos sesenta y cinco días, los que dicen que «Dios ha muerto» tienen razón. La fórmula proviene de un coral luterano del siglo XVII sobre el Sábado Santo, y es allí donde Hegel, Juan Pablo, y quizás el mismo Nietzsche, hijo de un pastor, la encontraron. La diferencia es que este último hizo que el «loco» (toll) que pone en escena en La gaya ciencia añadiera: «Dios permanece muerto».
Los cristianos, por su parte, ven en el Sábado Santo la espera de la Resurrección el día de Pascua. Sin embargo, el Sábado santo no es un día vacío, ni un tiempo muerto. No es indiferente que Cristo no haya sido arrebatado a la muerte, reemplazado por un sustituto, elevado a los cielos, marchado a Cachemira o exiliado a las Islas Afortunadas, etc., sino que vivió nuestra condición hasta el final y así pasó por todas sus etapas, incluso la última, compartiendo así nuestra suerte común. Según el pensamiento fundamental de los Padres de la Iglesia, sólo se santifica lo que ha sido asumido por Cristo, Palabra de Dios hecha hombre: era necesario que Cristo pasara por la muerte (“bajara a los infiernos”) para que también ella fuera ocasión de un encuentro con Dios. San Pablo dijo: « Si Cristo no ha resucitado, nuestra fe está vacía». Pero también hay que decir: lo mismo sucede si Cristo no murió. La muerte no deja de ser una tragedia, pero también es un lugar donde se encuentra Dios: «Y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás.» (Salmo 139, 8). Dios no nos abandona nunca.
Por consiguiente, la muerte deja de ser esa realidad suprema a la que los punks tienen la franqueza de rendir un culto visible, y toda nuestra cultura hipócrita, una veneración no reconocida. Este mensaje de vida es relevante dondequiera que la muerte aceche, como sucede en este momento. Y, en el fondo, es una suerte, como usted dice, que este confinamiento prolongue hasta no sabemos cuándo ese día único. Podría ser como una lupa que lo ampliara enormemente. Ojalá los permita ver mejor, de más cerca, lo que significa. Depende de nosotros aprovechar la oportunidad.
Para los cristianos, estamos en el periodo previo a la Pascua. ¿Qué mensaje puede traer la resurrección en estos tiempos trágicos? ¿Qué esperanzas alberga para nuestra civilización al salir de esta crisis?
Para nuestra civilización, tengo pocas esperanzas. Pero tiene razón al hablar de esperanza. Solo la esperanza puede ayudarnos. Es una de las tres virtudes llamadas «teologales», junto con la fe y la caridad. Estas virtudes tienen en su esencia el hecho de que no pueden ser excesivas. Esto las distingue de las demás virtudes, donde el exceso de una obstaculiza el ejercicio de las otras. Por ejemplo, la prudencia excesiva puede hacernos olvidar nuestro deber de ayudar al prójimo. Por el contrario, no podemos creer demasiado, amar demasiado ni esperar demasiado. El último objeto de estas virtudes es, en efecto, infinito: Dios que, por pura caridad, nos prepara «cosas que ojo no vio, ni han subido en corazón de hombre”.
Concretamente, como suele decirse, es posible esperar, esta vez desde una expectativa muy humana, una pequeña toma de conciencia de los límites de nuestra condición, de «nuestro alcance», como decía Pascal.
Entrevista de Eugénie Bastié para Le Figaro.
https://www.lefigaro.fr/vox/religion/remi-brague-pour-notre-civilisation-je-prefere-parler-d-esperance-que-d-espoir-20200411