EL MUNDO SE ENCUENTRA ante la peor situación desde la segunda guerra mundial. Y España desde la guerra civil. Las comparaciones son, pues, bélicas. La primera obligación es reconocer la gravedad de la tragedia y de la crisis que se avecina, que ya está aquí. De repente, nada es ya igual. Todo se ha dislocado. El mundo probablemente no volverá a ser el mismo. Y todo de una forma súbita, imprevisible, como un golpe mortal a traición. Tampoco cabe olvidar que las víctimas de guerras y hambrunas en las recientes décadas han sido muy superiores a las de la pandemia.
La tragedia del humanismo ateo
El primer ataque ha tenido como destinatario, más allá de las víctimas mortales, a nuestras viejas seguridades, a nuestra confianza ingenua en el ilimitado poder de la técnica científica. Cuando algunos pensaban que llamábamos a las puertas del paraíso, nos hemos encontrado con el horror.
Pero el hombre, si no ha sucumbido enteramente a la tontería, aprende de todas las situaciones, incluso aún más de las peores. El tonto, no. Como dijo Ortega y Gasset, “el tonto es vitalicio y sin poros”. Las desgracias pueden ser inmensas pero nunca son absolutas. El dolor es un mal pero no un mal absoluto. Y además puede ser ocasión para el bien, la grandeza y el heroísmo. C. S. Lewis dijo del dolor que era el grito de Dios para despertar la conciencia adormecida del hombre. Henri Bergson afirma que “nuestro dolor resulta indefinidamente prolongado y multiplicado a causa de la reflexión que hacemos sobre él”. Luego podemos mitigarlo. Y añade que hay un optimismo empírico que se comprueba mediante dos hechos : “en primer lugar, que la humanidad considera que la vida es buena en su conjunto, ya que se aferra a ella; en segundo lugar, que existe una alegría sin mezclas, situada más allá del placer y la pena, que es el estado de alma definitivo del místico”.
También nos permite comprobar el sufrimiento la pequeñez del “superhombre” sin Dios, la “tragedia del humanismo ateo” (Henri de Lubac), la soledad angustiosa del hombre sin fe. El sentido de la vida no es posible sin lo Absoluto, o, al menos, sin su afanosa búsqueda. Entre las miserias de la pandemia brotan la dignidad del hombre y la fortaleza espiritual del sabio. También la indigencia intelectual y moral. Pero un hombre prudente aprovecha la dura ocasión para reflexionar sobre el sentido de su vida, sobre su vocación, sobre lo que verdaderamente importa, sobre el tiempo perdido, sobre la muerte, sobre la terapia moral del dolor frente a “la moral indolora de los tiempos democráticos” (Gilles Lipovetsky), sobre el bien y el mal.
Graves dilemas morales
Los terribles acontecimientos han hecho surgir la compasión y la generosidad. No es el único caso pero sí uno de los más visibles : los profesionales de la salud. Mas hay un aspecto sobre el que querría llamar la atención. Todos ellos se han volcado a salvar vidas poniendo en riesgo las suyas. Muchas personas habían olvidado que esa era la razón de ser de su trabajo : curar, paliar el sufrimiento y salvar vidas, y no otra cosa. Eso no impide, al contrario, que se hayan producido situaciones que contenían graves dilemas morales, como, de forma suprema, la elección sobre qué vidas tiene preferencia sobre otras ante la escasez de los recursos sanitarios. Pero lo que está (o debería estar) fuera de todo debate es que se trata de la vida y no de la muerte.
Se afirma que la vida y la salud son lo más importante. Sin embargo, en la correcta jerarquía de los valores, según el criterio propuesto por Max Scheler, el nivel inferior corresponde a lo placentero. E inmediatamente por encima de éste, a los valores vitales como la fuerza, la salud o la vitalidad. Estamos ante el segundo nivel más bajo. Por encima de ellos, se encuentran los valores espirituales (estéticos, jurídicos y científicos) y, en la cima, los valores religiosos. Otra cosa es que los valores inferiores sean los más básicos e imprescindibles para la realización de los superiores. Por lo tanto, se puede, y se debe, entregar la vida o la salud a la belleza, la justicia, la verdad y lo sagrado. Ni la vida ni la salud son lo más importante. Cosa distinta es que sin un mínimo de salud no sea posible disfrutar o realizar los valores superiores. Hartmann considera que, atendiendo al orden social de realización de los valores, hay que comenzar por los inferiores e invertir el orden de Scheler. Ni el dolor es lo peor ni la salud lo más elevado.
Al hombre-masa
La pandemia ha asestado, por otra parte, un golpe mortal al hombre-masa que Ortega diseccionó en La rebelión de las masas. Entre los rasgos de este hombre-masa en rebeldía, que se adueñó de Europa en el primer tercio del siglo pasado y que sigue imperando hoy, se encuentra la psicología del niño mimado y del señorito satisfecho. El diagrama psicológico del hombre-masa ostenta dos rasgos principales : “La libre expansión de sus deseos vitales, por tanto, de su persona, y la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia”. Este nuevo tipo de hombre-masa posee una impresión nativa y radical de que la vida es fácil, sobrada, sin limitaciones trágicas, que le invita afirmarse a sí mismo tal cual es, a dar por bueno su patrimonio moral e intelectual. Acaso sea éste uno de los bienes producidos por la actual tragedia : el desmoronamiento del “señorito satisfecho”. La vida ha sido siempre, casi siempre, dificultad, estrechez y penuria. El desarrollo europeo de los últimos siglos generó una situación inédita en la historia : la sensación de que el progreso y el bienestar no tenían límites. Las generaciones españolas actuales, salvo el caso de unos pocos longevos, no han conocido los grandes desastres bélicos y económicos. Acaso ahora despiertan del irreal sueño, aumentado por la inmensa ignorancia histórica que padece el hombre actual.
Nuestra democracia en cuarentena
Por último, la política. Nuestra democracia también se encuentra en cuarentena. La terrible pandemia nos ha sorprendido con un gobierno de frente popular con separatistas, quizá la peor de las alternativas posibles. Por lo que se ve, la democracia sólo vale para tiempos favorables. En momentos de crisis, hay que dejarla en suspenso. El Gobierno actual reclama ahora una unidad que antes se empeñó en destruir. Mucha unidad, pero lo que no ofrece es un Gobierno constitucionalista de concentración nacional. La gestión política de la crisis está siendo vergonzosa, las mentiras, vaivenes y ocultaciones han sido abundantes, se publican cifras de contagiados mientras no hay test disponibles, las mascarillas pasan de ser superfluas a indispensables, se proclama la defensa de los más vulnerables y de la igualdad mientras abundan los privilegios sanitarios delos poderosos.
La declaración del estado de alarma está prevista en la Constitución, pero su aplicación está diluyendo nuestra democracia. Nuestro sistema de libertades también se encuentra en cuarentena. La intimidad y la vida privada se vulneran y desvanecen. La iniciativa privada exhibe sus logros pero todo parece conducir a la politización de la vida y al intervencionismo estatal. Todo conduce a la dependencia estatal de los ciudadanos y al declive de la iniciativa privada. Si no nos mantenemos vigilantes, nos conducirán hacia el despotismo, la miseria y la barbarie. El triunfo del comunismo requiere la apoteosis de la miseria. Para aprovecharse del caos hay que provocarlo o mantenerlo y agravarlo. Sabemos cómo terminan las democracias. No faltan ejemplos de ello. El virus también tiene sus secuelas políticas.
El virus moral
Otro de los efectos de la crisis actual es que el virus físico impida aún más ver el virus moral, cuyos efectos llevamos décadas, acaso siglos, padeciendo. Atendemos mucho más a lo que mata el cuerpo que a lo que destruye el espíritu. Dice el Evangelista Lucas, “no temáis a lo que mata el cuerpo y no puede nada más”. Lo que mata el espíritu es mucho más terrible que lo que mata el cuerpo. Esto afirma Kierkegaard, en Las obras del amor : “Pues se ponen barreras contra la peste, pero a la peste de la murmuración, peor que la asiática, la que corrompe el alma, ¡se le abren todas las casas, se paga dinero por ser contagiado, se saluda dando la bienvenida a quien trae el contagio !”
Existe otro virus, letal y silencioso, que atraviesa sin dañar los cuerpos e infecta directamente a los espíritus. La dificultad de combatirlo es proporcional a la ignorancia de su existencia. Aquí el contagio es voluntario y no se reconoce su realidad ni la necesidad del diagnóstico y tratamiento. Apenas quedan ya algunos pocos inmunes. La mayoría son contagiados felices. Y, acaso, no es seguro, la eliminación del virus moral sea la mejor terapia para hacer frente, física y moralmente, al otro virus, y, de paso, para salvar a la Nación y a su democracia.
La crisis es profunda por ser moral. Ortega diagnosticó : “Europa se ha quedado sin moral” y la vida humana no es posible si no está sometida a una instancia superior. Hoy, decía, el hombre medio no quiere nada con el espíritu. La crisis europea afecta a sus principales principios espirituales : la filosofía, el derecho, el cristianismo, la ciencia y democracia liberal. Sus síntomas se manifiestan, entre otros lugares, en la Universidad. Husserl vinculó la crisis europeas a la crisis filosófica de las ciencias. Por eso Ortega afirmó : “El día que vuelva a imperar en Europa una auténtica filosofía — única cosa que puede salvarla —, se volverá a caer en la cuenta de que el hombre es, tenga de ello ganas o no, un ser constitutivamente forzado a buscar una instancia superior. Si logra por sí mismo encontrarla, es que es un hombre excelente; si no, es que es un hombre-masa y necesita recibirla de aquél.”
No cabe olvidar que antes de la llegada del virus España padecía una grave crisis moral, nacional, política y económica. Esta última empezaba a ser intensa. No debemos atribuir al virus lo que no le puede ser imputado. Si acaso lo que hará será agravar la cuádruple crisis. Pero depende de nosotros, de todos. Estamos ante la siguiente alternativa. De un lado, el totalitarismo frentepopulista y el nihilismo. Del otro, la libertad y la superación de la crisis moral.