SIGO PENSANDO que la crisis del coronavirus es drama y oportunidad. Tiempo de aprender, de identificar las enseñanzas que nos ha dejado el confinamiento. Intentar ayudar a una sociedad cansada, noqueada por el coronavirus. Una de ellas es que muchos hemos descubierto el valor del recogimiento, del estar en casa, con mucho más tiempo para leer, para pensar, para estar en silencio. Hay un tiempo para hablar, y otro para callar. Hoy se habla demasiado, como si lo importante fuera mantener constantemente la boca abierta, ocupada en decir cualquier cosa sobre toda clase de materias. Decir cosas sensatas se ha convertido en algo inusual. Hay cosas que deben ser dichas, y otras sobre las cuales se debe guardar silencio. Hay un silencio que es fortaleza y otro que es debilidad; un silencio que es heroico y otro que es cobarde, un silencio que es dignidad y un silencio que es claudicación. Un hombre que calla es capaz de escuchar, y un hombre que escucha puede aprender muchas cosas.
Construir nuestro interior
Quizá nuestra auténtica “calidad de vida” dependa de que nos esforcemos por vivir serenamente. Aprovechar el tiempo para pensar en uno mismo y reflexionar. En demasiadas ocasiones buscamos la felicidad en cosas externas y construimos la vida en torno a realidades que se encuentran fuera de nosotros. Nos olvidamos de construir nuestro interior, que es como los pies sobre los que se apoya toda nuestra existencia. Muchas veces pasamos por alto la ética, los principios y valores, porque estamos ocupados en lograr el oro, la plata o el bronce, al precio que sea necesario. Lo triste es que después de tantos esfuerzos nos damos cuenta del gran vacío al que conduce esa tarea, a la que hemos entregado una parte importante de nuestra vida.
Nadie se basta a sí mismo
El heroísmo del personal sanitario que está arriesgando su vida para que otros la conservemos nos debe ayudar a concluir que nadie se basta a sí mismo. Esta necesidad mutua debe llevarnos a sentir agradecimiento y aprecio por el trabajo de todos aquellos que nos prestan un servicio. Especialmente por los “anónimos” o los que suelen pasar más desapercibidos. Me despierto y enciendo la luz, abro el grifo y sale agua, bajo unas escaleras limpias, camino por unas calles seguras. Detrás hay gente — personas como tú y como yo — que nos sirven con su trabajo.
Entre los “anónimos” también están los periodistas que, día a día, se esfuerzan para que recibamos una información de calidad, es decir, contrastada, que sea veraz. Que tras cada palabra haya una realidad verdadera, un contenido suficiente, una verdad no sólo teórica. Es cierto que las empresas — también las de medios de comunicación — tienen intereses, como organizaciones formadas por seres humanos que son. Urge clarificar (“hacer transparente”) la red de relaciones entre los grupos económicos — de todos, no sólo de aquellos que nos resultan antipáticos — y el poder político. Hay empresas, sectores completos, que su cuenta de resultados depende, a menudo, más de las decisiones de lo público que de su propia gestión. Se trata de una cuestión de higiene democrática. La imparcialidad no existe, la independencia sí.
El desvanecimiento de la realidad
Vivimos empachados de información. Mandan los clics. Los expertos en pervertir el lenguaje lo llaman la “democratización” de la información: todos-somos-periodistas. Nadie se para a verificar una información. No interesa, no es rentable. El desvanecimiento de la realidad. Ya no hay una sola realidad. Ahora hay “relatos”, cada uno tiene el suyo. La fabricación de la mentira es un negocio. Una noticia falsa, siempre que sea espectacular, tiene más clics que una veraz. Lo peor de todo es que a mucha gente no le importa. Siempre que sea a favor de sus ideas, de su equipo, de su partido… Y contribuye a difundirla (compartiéndola en sus redes) a sabiendas de que es falsa. Esto no es divertido, es peligroso.